domingo, 4 de septiembre de 2011

[En]cuent[r]os Reunidos (1). Granada.




GRANADA

Así he vivido yo […],
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.
(Luís Rosales)

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Una Granada subjetiva, mítica, irreal en las formas, pero real en el fondo [...], la ciudad más legendaria de Andalucía.
(Francisco Nieva)

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Viernes, 26 de octubre del año 2001

¿Decretan los dioses este día?
(José Luis Sampedro)






El Río Darro a su paso por el Paseo de los Tristes



«Las primeras fuentes del Darro se encuentran…


I

          Era otoño.

          Horas antes de aquel veintiséis de octubre del año 2001, cuando, veintiséis años y tres meses después de haberse conocido en un château de la Loire, situado en el pueblo de Pressigny les Pins, y en París, con poco más de quince, se volvieron a encontrar por iniciativa de ella en la granadina plaza del Campillo, en la casa que en sus días albergó el antiguo café Alameda, lugar de reunión entre 1915 y 1929 de la tertulia literaria del Rinconcillo, la que frecuentó Federico García Lorca; horas antes de aquel día los dos ignoraban que no habrían de resultar ciertos los tempranos versos del poeta:

Ni tú ni yo estamos
en disposición
de encontrarnos.

          Sí; después de tan largo tiempo de silencio, con sólo sus elocuentes miradas, al instante supieron que ellos sí estaban en disposición de encontrarse, de reencontrar su pasado; la despedida, las cartas: las ilusiones, lo cotidiano, los temores, las confidencias; las cartas: los sueños, los miedos, la distancia, las alegrías, el encuentro frustrado; las cartas, su espera, los silencios, su luz, el olvido.


 
Niebla en La Alhambra (C) Rafa Recuero

          Bajo la momentánea lluvia otoñal caminan (un rápido chubasco de otoño en Granada es como el intermedio a telón levantado en un gran teatro operístico, en donde se representa Granada, desertizada y bellísima bajo el chubasco, que despeina los jardinillos y hace cabecear a los cipreses ensimismados, que la atraviesa con un escalofrío de emoción inefable); caminan por la calle Navas, precipitados, pero seguros, en busca de no importa qué sitio. Pasean por la plaza de Bib-Arrambla, por la de las Pasiegas, frente a la catedral, corazón de la antigua medina, por la de Alonso Cano y la Alcaicería, el recinto donde de otoño en los mercaderes acumulaban sus sedas. Se dirigen por la calle Oficios, la capilla de los católicos reyes, adosada a la catedral, a la izquierda, y, a la derecha, la Madraza, antigua universidad de Yusuf, hacia la plaza Nueva y la iglesia de Santa Ana y cruzan uno de los cuatro puentes que quedan de la docena que sobre el Darro hubo desde su entrada a la ciudad hasta la fusión de sus frías aguas con las del Genil; los puentes, el primero de sus símbolos.

          Bajo la Alhambra y sus cuentos, bajo el corazón triste y secreto de la Alhambra, frente a ella, y en sus serenos y claros ojos reflejado, el Albaicín, el antiguo asentamiento y barrio de los bereberes ziríes.

          Atraviesan de nuevo el puente y caminan, remontando en su carrera al Darro (las altas hierbas en el lecho del río se estremecen, ondulan, exhalan un perfume que resucita en la humedad), el Darro que salta juguetón y baja de la nieve; el Darro y sus gatos, los gatos que, con libertad y ardides para procurársela, difuntos aparecen en sus hondas orillas.

          Baños árabes, casa de Castril, iglesia de San Pedro.

          Sonrientes en el paseo de los tristes, se suceden confidencias, impresiones y anécdotas en una alegre terraza:


Otoño en los bosques de la Alhmabra



Mairena era, como examinador, extremadamente benévolo. Suspendía a muy pocos alumnos, y siempre tras exámenes brevísimos. Por ejemplo:
-¿Sabe usted algo de los griegos?
-Los griegos..., los griegos eran unos bárbaros...
-Vaya usted, bendito de Dios.

          Por la cuesta del Chapiz llegan a las plazas del Salvador y San Nicolás. Desde otra terraza, la tarde muere ante ellos en los jardines del Cerro del Sol y en la Colina Roja. El verde de la Alhambra es ya marrón verdoso. En quietud muere la tarde frente a la Alhambra.

          Y tocas su mano, su delicada mano silente, y te preguntas a su lado si la tarde que miras es la última. De pronto, ya no se sabe dónde, sin buscarlo, ella encuentra un beso antiguo en la memoria, hace tiempo olvidado, tantas veces imaginado en la adolescencia, nuevo, intacto; se sorprende, duda, contempla su rostro y siente que desea y debe entregarlo y compartirlo con él, que lo recibe y responde con ternura: ni abandonó la llama la memoria en donde ardía ni dejó de perder el respeto a ley severa.


          Caminan, pero las calles y las plazas ocultan ya sus nombres y el tiempo es un niño que juega al escondite. Tarde, noche o crepúsculo, el Albaicín se precipita en vertical caída. Abajo, la Granada bulliciosa los contempla, muda, y, oculta, desaparece.

          En la plaza de Mariana Pineda, sentados, todo es antiguo y reciente; tiene y no tiene nombre. En la calle Navas no amanece el nuevo día, no raya el alba; sus miradas quieren ir más allá de la noche, perdurar en la mañana, pero, aunque los dioses les fueron y siempre les han sido propicios, Atenea, la de ojos de lechuza, ni pudo entonces alargar la noche ni detener en el océano a la Aurora de áureo trono.

-Debo partir.
-Sí, vete.

(Mientras, lejos Granada, / hermosísima y triste como una niña sola / palidecía [...] / bajo la despiadada luz del alba. / Entonces él [...] / volvió atrás la cabeza por mirarla otra vez […] No olvidaré nunca el haber mirado a Granada con tus ojos, porque este tiempo es tuyo, esta Granada es tuya y yo la he heredado de ti.)



II


          El Albaicín requiere pausados y sosegados paseos, sin prisas. En una primaveral, radiante, mañana de abril, año y medio después, desde el mirador de San Cristóbal, tras haber dejado a la izquierda la Cartuja y el cerro de Ainadamar, recorren en silencio, lentos, el silencioso barrio de las casas blancas y apiñadas, salpicadas de palmeras, laureles y cipreses; se pierden, quieren aprender a perderse en esas estrechas y ocultas calles que no conducen a ninguna parte. Por el arco de las Pesas entran, felices, en la recoleta plaza Larga y en sus tabernas. Se suceden las calles angostas, los rincones, los cármenes; llegan a la plaza de San Miguel Bajo y, con ellos, los recuerdos llegan.

          Desde la plaza de Mariana Pineda, la única mujer que, al decir de algunos, sin ser santa ni reina, tiene una estatua sobre una peana, por la calle de san Matías, con su bodega y, después, por el arco de Santo Domingo, se adentran en el barrio del Realejo. Los arcos, nuevo e imborrable símbolo.


Plaza de Mariana Pineda



III

          Se reencuentran en verano en una terraza de la plaza Nueva y pasean, de nuevo, por el Albaicín. De vuelta, en las bodegas Castañeda y luego, junto a la iglesia de Santa Ana, en el pilar del toro, cerveza en el patio del local del mismo nombre. En la plaza del Campillo se despiden, junto a la de Mariana Pineda, esa plaza que es ya parte de su historia, parte de este cuento que sucedió en la romántica, onírica y exótica Granada, ciudad en la que él, tras muchos años, vivió y entendió por vez primera el sentido de las palabras del granadino Pedro Soto de Rojas, paraíso cerrado para muchos, jardín abierto para pocos; en Granada, nombre por el que ya sabían que la ilusión de una ciudad mítica, soñada, puede, en el pasado, ser arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres, nombre por el que entonces supieron que los sueños, las ilusiones y las ciudades perduran, son repetibles y nuevas y que, si se desea y se persigue, siempre puede haber una segunda oportunidad sobre la tierra.

          En Granada fue, donde la belleza necesita del drama. En Granada, la fantasmagórica Granada. En Granada fue, la de las mil noches.

          Entra de nuevo, calle de los Reyes abajo, en la acera del Darro y recibe por la izquierda las aguas del Genil. Los dos bajan de la nieve al trigo y ya en las vegas entregan sus aguas al Guadalquivir, que se las lleva hacia Occidente, al Océano».


JOSÉ MARÍA CAMACHO ROJO

[En]cuent[r]os Reunidos (2). Córdoba.

CÓRDOBA


Naces Guadalquivir de fuente pura
donde de tus cristales leve el vuelo
se retuerce, corriente por el suelo
después que se arrojó por peña dura.

                                                        … … …

¡Oh gran río, gran rey de Andalucía
De arenas nobles ya que no doradas!

                                                                   … … …

¡Oh Guadalquivir!
Te vi en Cazorla nacer…



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Si tu memoria no fue alimento mío,
nunca merezcan mis ausentes ojos...
Luis de Góngora

Verte.

     Es otoño. En el camino que los lleva de Granada a Córdoba, reclinada mi cabeza en su hombro, a la memoria acuden los adolescentes versos que a la mítica ciudad que privilegia el cielo dedicó el poeta de Granada:

Córdoba.
Lejana y sola.

     Lejana y sola. Y romana. Y mora y judía y cristiana (canta que canta el Betis su sempiterna copla / en latín y ladino y rabino y arábigo). Córdoba, palimpsesto de culturas; Córdoba, ciudad de adjetivos certeros.

     Desde la adintelada puerta de Almodóvar, la única que del recinto amurallado de época musulmana queda, transitan por estrechas calles de inolvidables nombres; del Indiano, de Almanzor, de los Deanes, de la Judería, hasta llegar a la mezquita. Prefieren visitar su interior al día siguiente, a la luz de la mañana, cuando la reposada luz entorna los plateados párpados del río. En la calle de Torrijos, frente a la puerta de San Esteban, un bello arco de herradura que reproduce las arquerías de las naves del templo islámico, en el antiguo palacio de los condes de Cabra, donde cuenta la tradición que vivió Maimónides, comen salmorejo en el restaurante del Bandolero, junto a su hermoso patio.

     Caminan después por el entramado de la antigua medina, sin prisas, con la voluntad premeditada de perderse por rincones, por angostas calles jalonadas de tiendas y de patios, por anaranjadas plazas. De espaldas a la Mezquita, junto al triunfo del arcángel San Rafael, contemplan, desde la puerta a la que, con generosidad y orgullo, da nombre, el puente romano sobre el Guadalquivir, navegable antaño hasta aquí, hasta Córdoba la llana, la de las fértiles campiñas (Córdoba, blanca y callada… Por la sierra y el río amurallada). Al fondo, la torre de la Calahorra.



     Calles del corregidor Luis de la Cerda, de Caldereros, de Rey Heredia, de la Encarnación. Callejas y rincones. Y tabernas, coquetas y estimulantes tabernas. Ya de noche, en una de ellas, la de Pepe el de la judería, curioso por la respuesta, preguntas al camarero que os atiende por uno de los ilustres visitantes de esta institución, como gustan de llamar los cordobeses a algunas de sus tabernas; preguntas por el sacerdote italiano Roncalli, más conocido como Juan XXIII. “Pues, mire usted, ni lo recuerdo ni tuve el gusto de conocerlo”. Simpático y afable, tú sonríes, divertida; ríes abiertamente, conversas con él en animada charla, cuando os dice que lo miréis de perfil porque a los clientes él sí les recuerda a alguien cuya efigie no hace mucho tiempo que aparecía en las monedas. No. No era Antoñito el Camborio, viva moneda que nunca se volverá a repetir.

     Es viernes; amanece alegre el nuevo día. Visitan y desayunan pan tostado en la cafetería del hospital del Cardenal Salazar, hermoso edificio civil de la Córdoba barroca y actual sede de la Facultad de Filosofía y Letras, a pocos metros de la mezquita. Recuerdos y evocaciones a la entrada; en uno de sus dos íntimos patios, en los pasillos, junto a las aulas.

     Primero templo romano, de Jano, el dios de los caminos; basílica visigoda después, consagrada a San Vicente, la Mezquita-Aljamada, el más grande templo y exponente de la cultura islámica en España, empezó a construirse, aprovechando anteriores materiales, las viejas columnas romanas y visigodas, sobre el año 756, para acoger más tarde, como una hospitalaria jaima, a partir de 1523, a la catedral cristiana con su bello coro tallado en madera de caoba. En el patio, entre sus naranjos, te escucha contenta y, contento, le cuentas tus mañanas y lecturas de antaño y recuerdas anécdotas. En su interior, se pierden por sus diecinueve naves, en ese bosque que, para sostener los arcos de dovelas de ladrillo y piedra, rojas y blancas, nuestros arcos, forman sus ochocientas cincuenta columnas, para no contar las empotradas en los muros. Nos perdemos en su luz, tamizada, seductora; la luz era contigo más clara.

     Desde la plaza de las Tendillas, con la broncínea estatua ecuestre del Gran Capitán, a la que, según dicen, dan su cabeza, en marfil, los rasgos de la del torero Lagartijo, calle Claudio Marcelo abajo, llegan, junto al Ayuntamiento, a las ruinas del templo romano, a los vestigios de un pasado, antes de que la tomaran las tropas musulmanas de Tariq, en el que la ciudad fue, hace más de dos mil cien años, capital de la Hispania Ulterior. En los restos de sus grandiosas columnas, que se resisten a perecer y desafían, noblemente orgullosas, el olvido, la Córdoba de Séneca y Lucano, la estoica Córdoba romana, los contempla, callados. Y la contemplan ellos, desde la cercana y antigua taberna del Gallo con sus veladores marmóreos, callada.

     Pasean después bajo los soportales de la Corredera, plaza cuyo nombre evoca las corridas de toros que en ella se celebraban, la única de Andalucía con rasgos de plaza mayor castellana, enorme rectángulo donde posiblemente estuvo la entrada principal al anfiteatro romano.

     En la noche, en la calle Judíos y en la taurina taberna de Guzmán, requiebros y coplas para ti, amable y divertida, por parte de un parroquiano, que se sienta a tu lado. Es separado, tiene una hija periodista y le gusta a rabiar la poesía. Un amigo del tertuliano les aconseja que visiten Medina Azahara y les habla de sus ruinas y de su expolio por cordobeses y sevillanos. Asentimos y callamos. Recuerdas las ruinas y recuerdas la leyenda. Madinat Al-Zahra, la suntuosa residencia del primer califa omeya, el rico y fabuloso palacio mandado construir por Abderramán III en honor de su esposa favorita, la bella Al-Zahra, mujer granadina, a la que, viéndola triste el califa, le preguntó qué le ocurría, y, al responder ella que echaba de menos las nevadas sierras de Granada, mandó plantar de almendros la falda de la montaña para que, cuando estuvieran en flor, pareciera que había nevado.

     Lejana y sola. Y enjuta. Y callada. En la callada y silenciosa noche se pierden pausadamente por los estrechos recovecos de la Judería, por su entramado laberinto, muy juntos, abrazados: recoletas y solitarias plazuelas de Maimónides y Judá Leví, el más grande, según algunos, de los poetas hebreos de la España medieval; enjutas y desiertas callejas de Albucasis, de Tomás Conde, de la Luna, arcos de imposible olvido.

     Romana y mora. Y judía. En la mañana, desde la calle Judíos, por un estrecho pasillo, entran en la Sinagoga, decorada con labores de yesería mudéjares e inscripciones de los salmos, judería a la que luego se le dio el nombre de San Crispín, el patrón de los que allí celebraban sus juntas, los zapateros.
     Pasean por las cercanías del Alcázar de los reyes cristianos, el que se habilitó como residencia para dirigir la conquista de Granada y donde fue recibido Cristóbal Colón antes de su viaje a la última Thule; en la plaza del Campo de los mártires contemplan la escultura de dos manos que quieren alcanzarse y leen los versos de la princesa Wallada y los de su enamorado, el poeta Ibn Zaydún, que hubo de abandonar la ciudad a causa de sus amores:

Tu amor me ha hecho célebre entre la gente.
Por ti se preocupan mi corazón y mi pensamiento;
cuando te ausentas, nadie puede consolarme,
y, cuando llegas, todo el mundo está presente.
-
Tengo celos de mis ojos, de mí toda;
de ti mismo, de tu tiempo y lugar;
aun grabado tú en mis pupilas,
mis celos nunca cesarán.

     Wallada, la princesa, la mujer, que, como señal de su independencia y sentido de la libertad, llevaba escritos versos sobre su túnica, en el hombro derecho (estoy hecha, por Dios, para la gloria / y camino, orgullosa, por mi propio camino) y en el izquierdo (doy poder a mi amante sobre mi mejilla / y mis besos ofrezco a quien los desea).

     Por la calle Lucano llegamos, en la antigua Axarquía medieval, a la seductora plaza del Potro, lugar que dicen de truhanes en la Córdoba de finales del siglo XVI, plaza que dio su nombre o lo tomó de la posada del Potro, donde, según afirman algunos, se hospedó don Miguel de Cervantes Saavedra. Es lo cierto que en su libro de las aventuras del ingenioso hidalgo dejó escrito que la mala suerte del desdichado Sancho quiso que, entre la gente que estaba en la venta que el caballero imaginaba ser castillo, se hallasen tres agujeros del Potro de Córdoba [...], gente alegre, bienintencionada, maleante y juguetona, los cuales [...] se llegaron a Sancho y, echándole en una manta, comenzaron a levantarle en alto y a holgarse con él como con perro por casrnestolendas. No es carnaval, mas parece que la ciudad quisiera disfrazarse para encubrir y atesorar algunos de sus íntimos lugares, que conoces bien, pero que te los oculta, juguetona. Al fin, con la ayuda de sus amables gentes, en la calle de Lineros, llegáis a las bodegas Campos, con sus bonitos carteles y sus toneles de vino. Los vinos. Cuatro son los que se encuentran en las tabernas y bodegas cordobesas: el fino, amarillo pajizo y seco, el más popular; el amontillado y el oloroso, llamados también soleras, de color oro viejo, y los dulces, entre los que destaca el Pedro Ximénez.


     Caminan luego por el puente romano, por donde pasaba la vía augusta que unía Cádiz con Linares y la Bética con los restantes asentamientos hispanos; a la izquierda queda el Campo de la Verdad. Por la memoria, borrosa muchas veces y traicionera en no pocas ocasiones, revolotea una copla sobre el lugar de nacimiento de afamados toreros cordobeses: ¿el campo de la Verdad? No, no era verdad:

Córdoba, dime el misterio
que no acierto a comprender,
de por qué nacieron todos
en el campo e la Merced.

     Desde el otro extremo del puente, desde la torre de la Calahorra, convertida ahora en museo de las tres culturas, contemplan la ciudad y la belleza de la Mezquita, la misma imagen que durante largos días te acompañó en tu trayecto al hospital del Cardenal Salazar, la ahora añorada facultad de Letras.

     En la tarde, en la noche, pasean de nuevo por la plaza de las Tendillas, que debe su nombre a las muchas y pequeñas tiendas que hubo en ella en otros tiempos; por la calle Cruz Conde en busca de un libro y un disco que no encuentran; llegan después a la encalada y estremecedoramente austera plaza de Capuchinos o de los Dolores, más conocida como del Cristo de los Faroles por el crucificado en piedra que se alza en su centro, y recorren la cuesta del Bailío.

     Llueve y tienes frío. De nuevo junto a la puerta de Almodóvar, albóndigas en la taberna Casa Salinas y vino tinto en el patio de la del Rubio, situada enfrente. Después, en una de las casas que pudo habitar el árabe Albucasis, cansada y dormida, me ayudas a ocultar la luz, y los días azules de la Córdoba de mi adolescencia te contemplan. Mas no sólo en la noche llega la magia a la ciudad. En las mañanas, la luz gusta a veces de ocultarse, como una prenda íntima. O se duplica en risueños juegos que no se perciben. Inexplicables.

     Y en la mañana visitan tiendas, visitan el zoco, con sus orfebres y artesanos. En la sinuosa calleja de la Hoguera, en la taberna de los Califas, tapas variadas; en la de las Flores, grupos de japoneses fotografían las macetas que cuelgan de las paredes, las rejas de las casas, los balcones, la torre de la mezquita sobre el fondo del cielo.

     De noche, ya en Granada, cuando faltaban siete días para cumplirse el segundo año de su reencuentro, momentos después de la cada vez más difícil despedida, recordó que no se lo dijo entonces, cuando, con el puente romano a sus espaldas, frente a los catorce endecasílabos de don Luis de Góngora y Argote, rememoró los años de su adolescencia, sus siempre esperadas cartas en la Universidad Laboral, los trabajos y sus días en la ciudad del río de las arenas nobles. No te lo dije: sí, en Córdoba tu recuerdo sí fue aliento mío. Y mis ausentes ojos merecían verte.

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Rey de los otros, rey caudaloso,
que en fama claro, en ondas cristalino.


…hoy en Sanlúcar morir.

Un borbollón de agua clara,
debajo de un pino verde,
eras tú, ¡eras tú! ¡Qué bien sonabas!

Como yo, cerca del mar,
río de barro salobre,
¿sueñas con el manantial?