Donde habite la palabra. Lecturas (3).
MIGUEL DELIBES, Viejas historias de Castilla la Vieja
(“El pueblo en la cara”)
José María Camacho Rojo
“Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino de Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mí y me dijo: «¿Dónde va el Estudiante?». Y yo le dije: «¡Qué sé yo! Lejos». «¿Por tiempo?» dijo él. Y yo le dije: «Ni lo sé». Y él me dijo con su servicial docilidad: «Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?». Y yo le dije: «Nada, gracias Aniano». Ya en el año cinco, al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, me avergonzaba ser de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): «Isidoro, ¿de qué pueblo eres tú?" Y también me mortificaba que los externos se dieran de codo y cuchichearan entre sí: "¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?" O, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente: "Ése no; ése es de pueblo". Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: "Allá en mi pueblo"... o "El día que regrese a mi pueblo", pero, a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos: "Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara". Y, a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, que los espárragos, junto al arroyo, brotarán más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: "Mira el Isi, va cogiendo andares de señoritingo". Así que, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos. Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: "Allá, en mi pueblo, el cerdo lo matan así, o asao." O bien: "Allá en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las mujeres sayas negras, largas hasta los pies " O bien: "Allá, en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón" O bien: "Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escriña agujereada con una rama de carrasco para reintegrarle a la colmena." Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro”.
Hace la friolera de cuarenta. Sí. Cuarenta años. Tenía doce…Y, como Isidoro, como tantos vosotros, era de pueblo. Y tenía ya una novieta. [¡Mujeres! Hay mujeres veneno, mujeres imán…; hay mujeres consuelo, mujeres fatal. Hay mujeres que besan y matan…; hay mujeres que exploran secretas sentencias del alma. Hay mujeres envueltas en pieles…, en cuyas caderas no se pone el sol; mujeres que van al amor como van al trabajo Hay mujeres capaces de hacerme perder la razón. De fuego, de helado metal. Hay mujeres… Mujeres consuelo, mujeres fatal. Veneno, imán, De fuego y helado metal. Hay mujeres consuelo, mujeres fatal.] Y mírame a la cara. Y atrévete a negarme. Y mírame a la cara. Que conoces tantas camas como historias que contarme. Mejor, no des detalles… Prefiero que te calles… Así, así está el tema.
Bien. Era el caso, decía, que casi todos éramos de pueblo. Y yo no sé vosotros. Imagino que sí, que, como yo, que, como para Isidoro, para Miguel Delibes, ser de pueblo es un don de Dios, de los dioses. Reparad, aunque sólo sea un instante, unos minutos, en los recuerdos que tenéis, que tenemos, de los pueblos, de nuestros pueblos. Yo, por ejemplo, me acuerdo del río, del Jabalón, y, un poco arriba, subiendo, el arroyo. El arroyo era, para nosotros, los niños, un símbolo. El agua clara, cristalina, calcárea. Clara. Y, al lado, las amapolas, rojas. No lejos del arroyo estaban las eras. Allí se segaba y se recogía el grano y la paja. Y no lejos, muy cerca, estaba el colegio. Don Andrés, que luego fue alcalde; su hermano, don Juan Manuel; un tal don Juan, de Bolaños de Calatrava (al lado de Moral), creo recordar, con muy mala leche. Mala gente que camina y va apestando la tierra. Pero, al lado, en las eras, jugábamos, lo pasábamos bien: “¡Apedrea! Mañana, a las cuatro, apedrea”. Y nos partíamos la cara, la cabeza, ¡hostias, que me ha dao bien! ¡Hijo puta!” Y agua. Y arena. Nada. Barro. Un barrizal. Y eso, el barro, nos lo dábamos en las heridas; ¿estás bien?; sí, sí, ¡de puta madre!, ¿y tú? También, también, tranquilo. Vamos por ellos. ¡Qué cabrones! Oye, ¡que me han dao bien!. Pero ¿cómo tienes la herida? Na. Na. Esto no es na. ¿Y cuando te vea tu madre y tu padre? Pues nada. ¿Qué va a pasar? ¿No me van a matar a hostias? Vamos, digo yo.
Y transcurrían las tardes. Los lunes, los domingos. Y yo, con mis novietas. ¡Joder, Jose! Pero, ¿cuántas tienes? Y yo qué coño sé… Y se iban las tardes, los atardeceres, las noches… Los domingos, los lunes…
Y así pasaron los días, los meses, los años. Y murió mi madre. Y me fui a Córdoba. A la Universidad Laboral de Córdoba. Y nunca me dijeron: “Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara”. No. No me lo dijeron nunca. Pero es más. Mis amigos, todos mis amigos, mis compañeros, allí, en Córdoba, en nuestra Laboral, eran de pueblo. Como yo. Y desde entonces, desde aquella bendita época, todos, todos, todos nos dimos, empezamos a darnos cuenta de que ser de pueblo es un don. Sí, un don. Un don de los dioses, que no todos los humanos tienen. Un regalo, un don.